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La acelerada expansión urbana y el crecimiento demográfico de Quito en la década de 1930 provocaron una serie de desafíos para la clase obrera, especialmente en términos de vivienda y alimentación. La mayoría de los trabajadores vivían en condiciones de extrema precariedad, habitando en viviendas insalubres y hacinadas, sin acceso a servicios básicos como agua potable y saneamiento, lo que contribuía a un ambiente propenso a enfermedades. Además, la falta de ingresos suficientes limitaba severamente el acceso a una alimentación adecuada, lo que afectaba no solo la salud de los obreros, sino también la de sus familias. En este contexto, la insuficiencia de recursos para satisfacer las necesidades más básicas erosionaba constantemente su calidad de vida, situándolos en una posición de alta vulnerabilidad social y económica.