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Cuando Jesucristo apareció en medio del pueblo hebreo, predicando de la manera más sencilla y sin aparato alguno la doctrina de amor y de fraternidad que debía regenerar al linaje humano, la religión de Moisés había sufrido, con el transcurso de los siglos, tal degeneración que estaba casi irreconocible.
El Decálogo había sido puesto a un lado para dar cabida únicamente a leyes disciplinarias y de valor secundario. Las exterioridades del culto los sacrificios de palomas y cabritos, las ofrendas del altar, el cobro escrupuloso del diezmo, etc. Habían reemplazado el precepto moral y dado lugar a un sacrílego tráfico de las cosas llamadas sagradas a cambio de dinero. Fue entonces cuando ese predicador humildísimo, que arrastraba en pos de sí a las muchedumbres seducidas por la suavidad y dulzura de su lenguaje, indignado terriblemente contra esos hipócritas que habían tomado la religión como pretexto para ensanchar sus granjerías, los arrojó del Templo a latigazos.