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Mi distinguido amigo:
Con verdadero entusiasmo comencé la lectura de la novela que, con el título de Rosas de Invierno, publicó Ud. en estos días; la seguí con interés y la terminé con agrado. Pero con ese agrado que deja en el ánimo algo, o mucho, de triste y pensador, cuando vemos y sentimos que lo que nos entretiene y deleitaba, pronto se borra o desaparece, y acaba o se desvanece como el amor perdido en su camino, como el amor que llega a ser olvido y tumba de sí mismo.
Afirma Ud. en el preámbulo de la sencilla e ingenua narración, que no ha hecho más que recoger, arreglar y amplificar lo que halló escrito ya en ciertos papeles. Relación de toda una vida de quiebras de amor y de fortuna, que fue la del atormentado don Alfonso Velasco, pues en él tanto encendieron y consumieron el fuego los llamadores de la Venus celeste y la vulgar.
Afirmo, digo, que ello me trae a la memoria aquellos otros papeles de donde el afamado novelador y estilista don Juan Valera, desatado el balduque que los sujetaba y aprisionaba, dio a luz sin mayor trabajo la bellísima historia de Pepita Jiménez, historia hecha poesía, para ser novela de tan puros y ricos quilates.