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Cuando el hombre hubo dominado y tomado posesión de la tierra y los mares, se sintió humillado al ver que no podía, como era su ambición suprema, abarcarlo todo. El cielo azul, clarísimo e inconmensurable, seguía siendo su imposible; no podía, al igual que las aves, remontar el vuelo y penetrar en el misterio eterno de las nubes. Hubiese querido atravesar el espacio infinito, para llegar hasta la cumbre, hasta Dios; pero se sentía impotente, vencido... Fue entonces cuando forjó sus leyendas.
Una de las más antiguas es aquella de Ícaro, que nos relata la mitología griega. Dice que Dédalo y su hijo Ícaro quisieron huir de las iras del rey Minos, que los retenía prisioneros, y para conseguirlo se construyeron unas alas de cera que se adaptaron a sus cuerpos. Ícaro, llevado de sus ímpetus juveniles, quiso llegar a las regiones etéreas y cayó cuando los rayos del sol derritieron sus alas.