Descripción:
Cuando se han transcurrido los treinta años, y desde su cimero vértice se contempla la realidad con ánimo de juzgarla, lo que más repugna es la parte retórica que hay en ella: esa pesada capa de brillantez con la cual se embadurnan las cosas y las ideas; ese resplandor cursi que se interpone entre nuestra pupila y la realidad en esencia; ese repugnante espumarajo, erizado de arcoíris volubles que, como clámide innecesaria, envuelve ideas y cosas.
Y no es que el corazón comience a envejecer o haya envejecido, ni que la pupila comience a cegarse a la luz con la que se baña el paisaje. Es que el corazón, a los treinta años —pubertad cordial—, comienza a sentir un viril apetito de perforación, para llegar a la entraña de las cosas en donde el espíritu del mundo late anegado en su verdad sencilla. Es que la pupila, a esa misma edad, aprende a trasvasar la epidermis de los amores, desdeñando la línea que enamora, para descubrir tras de ella el esqueleto esencial del paisaje. Y es que el paladar sólo se vuelve sensible a todo aquello que, decantado, se precipita al fondo del vaso donde nos dio de beber la existencia.