Descripción:
En un aposento de la cárcel, no más amplio de lo suficiente para una mesa, una silla y un catre de soltero, sobre el sucio pavimento de tablas mal unidas yacía Mariano Padilla en el jergón de su cama, de espaldas, con las manos trabadas bajo la nuca, mirando sin ver las paredes enjalbegadas de yeso y aterciopeladas de polvo hasta la altura de un hombre, y de allí abajo, borrosas, llenas de agujeros, de rasguños, de trazados de carbón, de inscripciones de lápiz, de lágrimas de cera y manchas de negro de humo dejadas por las velas que, a falta de candelero, se habían pegado a ellas.
La luz penetraba por una ventana que caía al patio. En el bastidor que llenaba el claro, detrás de los barrotes de hierro, en lugar de vidrios, se había extendido un lienzo que, con los años, tomó un color amarillento, ganchoso de jergón de cuna pobre, todo lleno de remiendos y deshilachado en las esquinas. El cielorraso, con grandes desprendimientos que dejaban ver el encarrizado en el centro de colgajos erizados de pajas, como pestañas de ojos enormes y lagañosos, ofrecía el repugnante espectáculo de calaveras y canillas dibujadas con la llama de una vela atada al extremo de una caña: distracción a la que se entregaban los infelices en las largas noches sin sueño de la prisión.