Para el viajero casual que tiene la buena fortuna de visitar las altiplanicies de los Andes ecuatoriales, pocas imágenes le parecerán adornadas de colores más expresivos que las escenas de la vida rural de los indios. Sea que transitemos a través de las provincias del norte y percibamos el apacible paisaje en los alrededores del lago de San Pablo; o sea que crucemos los desolados páramos al sur de Alausí; o que contemplemos, de paso, el vasto panorama que se extiende desde Célica hasta el valle del Macará, en la frontera con el Perú, siempre es un encanto encontrarse en medio de esa naturaleza maravillosa que varía en color y aspecto según la región que se atraviese, y contemplar, aquí y allá, las pintorescas chozas de los indios, que se levantan ya en una pequeña chacra cercada con un seto de cabuyas, ya en la vecindad del torrente que ruge, o ya colgadas en las laderas escarpadas y casi inaccesibles de valles profundísimos.