¿Quién no ha congregado en este augusto templo, revestido de solemne luto, y en donde resuenan sólo lúgubres salmodías? ¿Qué secreto impulso no ha conducido hoy a los altares para elevar al cielo una común plegaria, y ante esta tumba para de nuevo derramar nuestras sentidas lágrimas? ¿Qué voz misteriosa ha escuchado el católico pueblo ecuatoriano? ¿Qué poderosas cenizas son éstas que escondidas casi medio siglo, aún hablan? ¿Defunctus adhuc loquitur: que llevan el sello de la inmortalidad y atraen las miradas y la veneración del mundo cristiano? ¿Qué dolor es este, que aqueja a la Patria, del cual no se cura en cincuenta años de padecerlo y hoy lo siente recrudecido?. Nos han congregado, Señores, un mismo pensamiento, un mismo afecto, un mismo dolor, un mismo deber: la admiración al Héroe, la bondad del Padre, su irreparable pérdida, nuestra gratitud: la Religión y la Patria agradecidas vienen cubiertas del luto al sepulcro del Defensor de la Iglesia de Jesucristo y Bienhechor de la nación ecuatoriana: he aquí nuestro pensamiento. El misterioso impulso lo imprime el recuerdo del que en sus días fortificó el templo, cuidó de su pueblo y lo libró de la perdición; la voz que nos llama es la de la reparación; la fuerza magnética que nos atrae a su tumba, es la grandeza creciente cada día, incontrastable, a pesar de todo inútil esfuerzo del odio, del ínclito Presidente, el Sr. Dr. Dn. Gabriel García Moreno, Magistrado abierta y decididamente católico, y amigo tan cariñoso y benefactor de su pueblo, como no vio otro el siglo diez y nueve. Nuestro dolor es el de la orfandad, por la que el pueblo desesperara, si la Iglesia no le contuviera con sus sabias enseñanzas, y no le consolara con su Fe.